REFORMA
Roberto Zamarripa
Cd. de México (09 septiembre 2022).- Nos citaron a las seis de la mañana en el Zócalo. Mientras tiritábamos de frío sin poder descansar, sobre la plancha monumental, de pie, en playera y shorts y tenis blancos, la Reina Isabel II, su esposo Felipe y otros familiares viajaban de Quintana Roo al entonces Distrito Federal para iniciar su primera vista a México.
Era un lunes 24 de febrero de 1975. Ella tenía entonces 49 años de edad. Vital, rozagante, vino de paseo por una semana.
Arribó en barco a Puerto Morelos, Quintana Roo, que entonces no era la zona turística que es ahora, y viajó de inmediato a la capital en un avión de British Airways. En el aeropuerto la recibió el Presidente Luis Echeverría junto con su esposa María Esther Zuno y su hijo Benito, un niño vestido de traje y corbata que estuvo en todas las ceremonias oficiales.
La visita fue transmitida por televisión en cadena nacional. Hubo vallas humanas en las calles, como si viniera el Papa. Eran los tiempos de la grandilocuencia echeverrista, un año antes de terminar su sexenio.
El País tenía situaciones difíciles de violencia por grupos guerrilleros rurales y urbanos, una situación económica que empeoraba al grado de llevar a la famosa devaluación del peso sobre el dólar cuando la cotización cuasieterna de 12 pesos con 50 centavos por dólar sufrió una alteración al fin del sexenio de Echeverría. El 31 de agosto de 1976, se fue a los 22 pesos. Una catástrofe que cuando ocurrió ya nadie se acordaba de la Reina.
Pero en 1975, Echeverría gozaba de las mieles del poder. La presencia de la Reina Isabel significaba dar una imagen diferente ante el mundo luego de las bravatas que el Presidente tenía al presentarse como paladín de los pueblos del Tercer Mundo.
La Reina era otra cosa entonces. Representaba un poder mundial no tan devaluado como el de ahora. Y Echeverría necesitaba de esas imágenes de legitimidad ante México y el mundo.
A la usanza de entonces, le prepararon una recepción multitudinaria para un viaje que en realidad fueron unas dulces vacaciones de una semana para ella y su familia.
Fue a Teotihuacán, a Guanajuato a ver las momias y conocer la hazaña de El Pípila; a Acapulco a disfrutar de las playas y visitar La Quebrada; fue a Oaxaca, a Yucatán y Veracruz, donde zarpó de regreso.
Llegó a la capital el Día de la Bandera. Y dado que los mexicanos somos campeones como anfitriones, se combinó el homenaje al lábaro patrio con la recepción a la Reina.
En unas tribunas colocadas sobre el Zócalo, a todo lo ancho, frente a los portales donde están unas joyerías, ubicaron a los famosos niños de Puebla que hacían mosaicos con cartulinas. Miles de niños que formaron mensajes de bienvenida en inglés y español, y otros que dibujaban los rostros de Echeverría y de Isabel II; también un mosaico donde en movimiento Chaplin y Cantinflas se abrazaban. Esos niños estaban sentados y deberían cambiar con destreza sus cartulinas para formar las figuras y las letras.
Otros cientos de niños vestidos de blanco estábamos parados en el Zócalo y proveníamos de las escuelas públicas de la capital. Fuimos a cantar. Entonamos dos himnos: el Nacional Mexicano y el Canto a la Bandera, una pieza escrita por el poeta guanajuatense Rafael López con música de Julián Carrillo.
Aquella que dice: “¡Oh Santa Bandera! de heroicos carmines, suben a la gloria de tus tafetanes, la sangre abnegada de los paladines, el verde pomposo de nuestros jardines, la nieve sin mancha de nuestros volcanes”.
El ensayo de esos cantos fue en los patios de las escuelas públicas. Duró meses. Empezaron con el ciclo escolar 1974-1975, que entonces iniciaba religiosamente el 2 de septiembre, después del día del Informe Presidencial, no como ahora donde el calendario escolar parece diseñarse a capricho.
Teníamos a una espléndida maestra de música, la maestra Beatriz Farrera en la escuela “Manuel Delfín Figueroa”, la secundaria número 53, quien guió durante meses nuestros ensayos. Perdimos recreos y cascaritas de futbol por esas rutinas, con el garlito de que le cantaríamos a la Reina.
Repetíamos y repetíamos. Por ejemplo, el énfasis había que darlo en la palabra volcanes, alargar la a y entonarla con fuerza. Era imperdonable fallar.
Aquel 24 de febrero llegamos a las 6 de la mañana, cuando la Reina arribó hasta el mediodía. Permanecimos parados, sin comer ni tomar agua; algunos desmayaron. En el lugar, a unos nos dieron pompones verdes, a otros blancos y a otros rojos. Eso no estaba en el guión. Nadie nos había dicho que íbamos a agitarlos como la porra tricolor. Sólo habíamos ensayado cantos. Pero ya en el lugar no había alternativa. Había que agitarlos a la seña de nuestros monitores.
Eso ocurrió cuando la Reina y Echeverría cruzaron el Zócalo para izar la bandera y regresaron a un templete frente a las puertas de Palacio Nacional. Ya que ellos estaban colocados en el templete, un maestro con su batuta dio la señal y dirigió las entonaciones. Empezamos a cantar: “Oh Santa Bandera, de heroicos carmines, suben a la gloria de tus tafetanes”. Un coro respetable.
“En plácidas brisas, tu símbolo hoy muestra: progreso, trabajo, ci-vi-li-za-ción”, entonamos con gravedad. “Y al ver que la Patria te encumbra en su diestra,con el alma toda como a madre nuestra, nosotros te alzamos sobre el corazón”, recitamos melodiosos.
Y luego el Himno Nacional. Nada más faltó cantar una de Agustín Lara.
En el templete, atrás de Echeverría, estaba el Embajador de México en Gran Bretaña, Hugo B. Margáin, quien había sido su Secretario de Hacienda hasta 1973, y que renunció por discrepancias por la manera en que el Presidente llevaba la conducción económica del País.
Le dieron de premio de consolación la Embajada en Londres. Se reencontró con Echeverría en esa magna visita. (En 1978, los remanentes de la guerrilla urbana, a la que había combatido Echeverría a sangre y fuego, intentaron secuestrar al hijo del Embajador, de nombre Hugo Margáin Charles. En el intento de plagio, fue asesinado.
Era ya Presidente José López Portillo, quien en 1973 había sido designado Secretario de Hacienda en lugar del rebelde Hugo B. Margáin. Fue un crimen que cimbró al País.
La Reina pasó frente a nosotros, de verde limón y saludó con su mano en alto. Nos vio, la vimos. Echeverría iba gozoso, pecho erguido, hinchado de orgullo. No nos echó mirada.
Dicen que Isabel II quedó muy contenta con el espectáculo.
Nosotros regresamos a nuestros salones siendo conocidos como los niños que le cantamos a la Reina. Ella se fue para Acapulco.
Ahora, esos bonitos cantos los llevará a su tumba tras su muerte que ocurre, casualmente, el mismo año que la de Luis Echeverría, su anfitrión de entonces. Aunque, como en los chistes, el mexicano resistió más. Isabel murió a los 96. Echeverría cumplió el siglo antes de fallecer.